viernes, 5 de febrero de 2021

Sesha en sus inicios

 Luces y sombras en primera persona. Creencias, ensoñaciones, prácticas, libros, desencuentros y dioses... pero ¿filosofía?




(Fragmentos)

El Vedanta…

Fue en esta época de mi vida, ya casi a los veinte años, cuando conocí el Vedanta Advaita. Su estructura lógica era muy extraña, pues planteaba postulados teóricos muy difíciles de comprender. Durante años reflexioné sin descanso sobre temas fundamentales como maya, la ilusoriedad, o como karma, el sentido de causalidad. Me formé durante un par de años como instructor de la institución a la que pertenecía y, al poco tiempo, tuve la oportunidad de enseñar a terceras personas. Era casi siempre el más joven de todos los asistentes. Aprendí algo de psicología, filosofías orientales y simbolismo teológico pero, ante todo, estudié a profundidad los prakaranagrantas o libros introductorios al estudio del Vedanta. Tenía pasión por entender las ideas fundamentales que llevan al conocimiento del Sí Mismo. Era, como decían mis instructores en aquella época, un cachorro de león.

Las profundas ideas del Vedanta son como un inmenso rompecabezas al que, con los años y la reflexión, vas lentamente dándole forma, haciendo de él una estructura estable. Desafortunadamente no existe un cuerpo pedagógico que sea lo suficientemente simple para acceder a aquellas ideas metafísicas que encierran el universo con una frase. Tat Vam Asi, o «Tú eres Aquello», es apenas un vislumbre de la inmensidad que puede resumirse en un solo concepto.

Del Vedanta me atrajo su dificultad teórica. Parecía estar diseñado por mentes superiores y solo para discípulos brillantes. Pero, ¿qué le importa a un discípulo listo una teoría tan compleja si él ya tiene la claridad de su propio intelecto? Me preguntaba: ¿qué pasa con los restantes estudiantes que no lo somos? En algunas ocasiones, cuando leía Vedanta, me sentía leyendo alquimia. Aquellos textos no se escribieron para enseñar sino para que una cierta élite pudiera presumir de haber logrado la piedra filosofal. Eran tan confusos, tan inalcanzables ciertos conceptos filosóficos… La misma constitución de la mente y los modelos cognitivos en nada se parecían a los occidentales; sin embargo, reflexionar sobre ello y pescar pequeñas perlas de comprensión hacía que el esfuerzo finalmente tuviera sentido. Fue entonces cuando me juré a mí mismo encontrar la manera simple de enseñar la complejidad de un universo filosófico que se escapa al común de las personas. Me prometí que encontraría la manera de poner este saber en un lenguaje asequible. 

El Vedanta no podía mantenerse como un saber para ciertos iluminados, como parte de una élite filosófica, sino que debía necesariamente estar al alcance de cualquier sincero buscador del Ser.

(…)

Hastinapura…

Fue necesario esperar hasta los diecinueve años para encontrar otro peldaño que me acercara a la búsqueda de mí mismo. Permanecí en Hastinapura durante ocho años. Mis recuerdos de aquella época son variopintos. Lo más hermoso que allí ocurrió fue que en dicha institución encontré a mi maestro. Adicional a ello, advertí las primeras huellas del Vedanta ¡Qué maravilla! Por fin di con parte de lo que buscaba. Abracé sus filas con locura, me hice un idealista nato.

Acepté todas las órdenes que me dieron, pues presuponía que eran para mi formación. Quería ser discípulo y allí podía vivirlo descarnadamente. Entregué todo lo que era, no guardé nada para mí. Mi vida fue la institución, al punto de convertir mi futuro en ella. Limpié pisos, baños, paredes, puertas; cociné, arreglé mesas, armé cuadros, estudié y memoricé libros, enseñé y me ofrecí de lleno. Le entregué a la fundación mi juventud.

La estructura de la institución era netamente piramidal, similar a la militar. Entre más arriba estabas, más poder de mando y responsabilidades tenías sobre otros. Evidentemente empecé desde la base, fui inicialmente un simple soldado del ser.

Descubrí también la meditación y su práctica. Pero ante todo existía una figura humana, aún con vida, que representaba todos mis anhelos de búsqueda personal. Cuando conocí a la fundadora quedé deslumbrado. Su porte y su autoridad no tenían medida alguna. Hablaba en redactado, esto es, su dicción era perfecta; su oratoria, enmarcada de belleza y fuerza, era capaz de enamorar de cielo a cualquier corazón. Se tejían historias fantásticas sobre su persona y se la adosaban poderes sobrenaturales. Pero lo más importante es que había visto a Dios, su mente había encontrado lo divino ¡Qué más podía yo querer! Finalmente encontré alguien vivo que no opinaba de Dios, sino que era testigo de su infinitud.

Ahora solo necesitaba servir al prójimo con mi idealismo; por fin hacía parte de una institución que poseía una escalera hacia lo eterno. Subiría peldaño por peldaño hasta alcanzar la cima. No tenía prisa, pues ya mi corazón respiraba sabiendo que el aire en mis pulmones era puro. Con el tiempo tomé allí variadas responsabilidades y fui haciendo un pequeño camino que me llevó cada vez más a la cercanía de la cima piramidal.

Con los años, empecé a ver el cobre que recubre el oro. Era testigo de la competencia entre filiales de países, de las mentiras con las que se llenaban los informes anuales tan solo para parecer ser la escuela más grande y con más estudiantes. En últimas, noté que ser idealista puede ser peligroso y llega a convertirte en estúpido. Enamorarse de una idea es aventurado cuando te venden un resultado que tarde o temprano adviertes que no lograrás. Un día, estando en el despacho de la directora, me dijo:

 «Iván, con nuestro trabajo estamos haciendo un karma de oro». Esa afirmación no solo estaba llena de ignorancia, sino también de egoísmo. Noté que quien me guiaba era tan egoísta como cualquier otro. Reflexioné aquel comentario por semanas, por meses. Nuestra búsqueda interior estaba entonces basada en el provecho que por enseñar hacíamos. No éramos libres, nos esclavizamos al fruto de una acción tan pura como era enseñar. Observaba ahora el diario acontecer con otros ojos, sin tanto idealismo y con más pragmatismo. Finalmente, y a causa de los problemas intestinos, aquella filial cayó como un castillo de naipes. En mi caso, salté del barco meses antes de que se fuera a pique.

Ahora ya no era discípulo de la fundación sino solamente de Kchatrya. A su vez, Kchatrya permaneció siendo parte hasta su muerte de aquella paquidérmica institución. Sus razones eran respetables para seguir en ella, era mi maestro, cómo no aceptar cualquiera de sus decisiones aunque para mí fueran equivoca-das. Lo quería más allá de cualquier decisión u opinión; me unía a él una cadena cuyos eslabones estaban hechos de eternidad.

(...)

La fundación…

Mi estancia por ocho años en Hastinapura me permitió acercarme a la faceta de instructor, esto es, ser profesor de temas fundamentales sobre el ser humano. Allí enseñé variados temas, desde filosofía moral hasta epistemología, desde psicología a Vedanta, desde simbolismo teológico a meditación. Nunca pretendí ser más que nadie; mi vida era un constante aprender y enseñar. Me aboqué a las lecturas más variadas y convertí mi memoria en fortín para edificar junto con la lógica grandes ideas.

La obligación pedagógica lleva necesariamente a solucionar cualquier desliz intelectivo. Por ello, el estudio constante se convirtió en una faceta necesaria para poder comunicar de la mejor manera posible las ideas de los grandes conocedores y filósofos. Así, durante esos años bebí de todos los autores principales, reflexioné sobre cada uno de ellos e intenté de la mejor manera posible ser respetuoso con el saber y con la verdad.

(…)

Mi Maestro

Conocí a Kchatrya, mi maestro, a los veinte años de edad. Escuché hablar de él en múltiples ocasiones cuando los instructores de Vedanta de aquella época en Colombia lo nombraban como ejemplo vivo de la búsqueda interior. Vivía en Argentina y a veces nos contaban apasionantes historias de su vida. Siempre quise conocer un maestro. Desde niño supe de excepcionales personas que con su saber iluminaban el mundo, razón por la cual anhelaba conocer alguna. En aquella época, y por ocho años seguidos, hice parte de una institución espiritual que enseñaba filosofías orientales y él era uno de sus instructores más conocidos. A la vez, y en aquel mismo entorno, era reconocido como un gran conocedor del mundo interior.

Desde muy joven leí múltiples libros donde el protagonista era un personaje cuyo saber trascendía lo común. Historias de facultades excepcionales y poderes psíquicos me atraían. Los maestros indios llevaban la delantera sobre cualesquiera otros: clarividencia, conocimiento del pasado y futuro, saberes excepcionales, eran apenas el abrebocas de los poderes que los maestros orientales poseían. Aquellas vidas me atrapaban, me causaban un extraño anhelo por conocer que yo mismo no lograba explicar.

Cuando rozaba los quince años empecé a recordar situaciones que supuse entonces eran simple fantasía. Fui capaz de reconocer el lenguaje astrológico sin que nadie me lo hubiera enseñado. Desarrollé la interpretación de sus símbolos con cierta maestría que otros reconocían y, gracias a ella, me solían pedir de continuo consejo. De igual forma, visualizaba eventos de otras épocas. Suponía que era a causa de mi mente rápida y fantasiosa. A menudo me situaba a la orilla de profundos acantilados donde, vestido de ropajes griegos, miraba al cielo y hablaba de él a las personas que allí transitaban. En otras ocasiones, me situaba en plazas públicas donde cientos de oyentes se agolpaban para escuchar intensos discursos de diversos oradores. Otras veces advertía situaciones que no podía explicar y que no tenía razón alguna para imaginar. Incluso los terrenos de la magia me atraían espontáneamente. Convertí mi juventud en una búsqueda inusual sobre temas poco frecuentes para cualquier adolescente.

Encontrar un maestro era tal vez mi mayor anhelo en aquellas épocas. Soñaba con aprender de la mano de un sabio conocedor la más profunda sabiduría que trasciende la mente. Recuerdo dialogar con la divinidad y pedirle me acercase a alguien con la suficiente fuerza interior para convertirme en su discípulo. Leí centenas de libros sobre temas de filosofía y religión. Intenté calmar mi sed de saber leyendo textos de diversas tradiciones. Devoré la enseñanza de Ibn El Arabi. Me encantaba el budismo y el evangelio del Buda. Platón me parecía entrañable. Los cabalistas hebreos me llamaban la atención, al igual que los magos y teúrgos egipcios. La filosofía en general, y las explicaciones que todas las culturas ofrecían del nacimiento de la vida, me suponían una alegría especial. Me convertí en un ratón de biblioteca al que cualquier saber, sobre todo el esotérico, llamaba la atención. Sin embargo, y llegado a los veinte años, podía hablar de mil cosas pero no entendía realmente a profundidad ninguna de ellas.

El encuentro…

De Kchatrya sabía que era un gran sabio, como aquellos de los que se lee en los libros. De profesión químico, su trabajo lo llevó a conocer sobre la creación profesional de productos farmacéuticos. Sin embargo, su gran don y el inmenso placer que conducía su vida eran el Vedanta y la Alquimia. Toda su vida estudió a los maestros de dicho arte, entre los que se contaban Basilio Valentín, Ireneo Filaleteo, Nicolás Flamel y el mismo Fulcanelli. Era frecuente, entre nosotros los estudiantes, conocer su gusto por la ciencia de la Gran Obra. Era un tema que yo desconocía por completo pero que me atraía profundamente por su carácter hermético y los portentosos poderes que ofrecía.

Nuestros instructores de la fundación nos informaron que Kchatrya visitaría Colombia. Vendría como instructor peregrino, un rango dentro de la institución que se otorgaba a quienes por su saber consumado podían enseñar en cualquier lugar del mundo. Me aleteó el corazón apenas supe que lo conocería, aunque por supuesto me sería prácticamente imposible acercarme a él, pues en aquel momento apenas hacía parte de la base de una institución espiritual altamente piramidal. Muchos otros alumnos antes de mí seguramente tendrían prioridad para escucharlo o conversar con él. Su visita coincidió con la guerra de las islas Malvinas, razón por la cual pudo permanecer más tiempo del normal en Colombia.

Al aeropuerto fuimos una nutrida comisión a recibirlo. No lo conocía y jamás había visto su rostro. Rondaba por los cuarenta años, se encontraba en el esplendor de su fuerza. Verlo salir desde los pasillos del área internacional me produjo sensaciones extrañas, ambivalentes, confusas. No entendía qué pasaba, no eran frecuentes en mí esas circunstancias emocionales. Era de mediana estatura, más bien delgado. Sus ojos eran brillantes y oscuros, su voz de un tono propicio para la enseñanza. Su rostro angular era muy afable, era una imagen de Carlos Gardel con unos kilos menos. Después de todo lo vivido en su presencia diría que Kchatrya vivió en un siglo equivocado. Su alma pertenecía a la Edad Media, a las épocas de los secretos, los atanores, los caballeros y la alquimia.

Del aeropuerto salimos a la sede de la institución. Allí, haciendo gala de su capacidad oratoria, se presentó a todos los estudiantes que lo esperábamos como agua de mayo. Hicimos una larga fila para saludarlo; él pacientemente regalaba junto con su mirada una palabra amable a cada uno de quienes nos acercábamos. Cuando me llegó el turno intenté agradecerle sus palabras de presentación, pero no pude decir nada; el llanto vino sin esperar ante su presencia. Apenas pude disculparme y me retiré, entre apenado y confuso. Su cercanía simplemente me anegó; no pude expresar palabra alguna, casi ni mirarlo; el llanto me invadió. Quienes seguían en la fila para saludarlo me hicieron rápidamente a un lado, pues le tocaba el turno al siguiente estudiante…

Dos días después del desastroso encuentro, un compañero de la institución me informó que Kchatrya quería hablar conmigo. La sorpresa fue total. Había tantos estudiantes deseosos de una charla privada que me extrañaba sobremanera que fuera él quien lo sugiriera. Noté en la voz del amigo sus celos, empecé a conocer la sucia naturaleza humana, aquella donde el egoísmo espiritual campea a la par con la búsqueda interior. Ocho años después llegué a asquearme de ver las cosas que allí sucedieron, las cuales finalmente detonaron mi alejamiento de la institución.

Llegado el día aparecí puntual a la cita. Era de tarde cuando me acerqué a la biblioteca donde me esperaba. Muchos de los estudiantes hacían una especie de pasillo de honor que terminaba en la puerta donde debía entrar. Sus rostros exudaban curiosidad, no entendían cómo un «don nadie» en aquella institución tenía la posibilidad de hablar con el maestro. Lo que nadie sabía era que yo mismo estaba igual de asombrado por dicha invitación.

Toqué la puerta de la biblioteca y entré. Se encontraba sentado frente a un vaso de agua colocado sobre la mesa. Quedé de pie después de cerrar la puerta. Lo observé con curiosidad, sin moverme. Hubo un incómodo silencio que se rompió cuando preguntó: «¿qué ves ahí?», señalándome el vaso de agua situado sobre la mesa. Extrañaba estar en un momento tan esperado y que, antes siquiera de saludar, me preguntase qué contenía aquel vaso de cristal. Miré con detalle; la trasparencia del líquido insinuaba la presencia de agua. «¡Kchatrya, es agua lo que hay en el vaso!». Su mirada me descompuso. Hizo un gesto de decepción, sugiriendo que evidentemente no lo era. «¡Es fuego secreto!», dijo él. La verdad, me sentí un poco estúpido por haber dicho algo que consideraba obvio, pero «fuego secreto» es algo que jamás se me hubiera ocurrido contestar. Hizo un gesto como el que se le hace a un niño cuando dice algo fuera de lugar. Observó mi reacción con una cierta sonrisa burlona; yo no sabía qué hacer. Veía agua, solamente agua. Segundos después volvió a preguntarme: «¿qué ves ahí?», nuevamente señalando el vaso. Con suma atención lo observé. Noté a la distancia su textura, el color, su ausencia de olor. Ya dudando, de nuevo le dije: «¡Kchatrya, en el vaso hay agua!». De nuevo me sorprendió su respuesta: «¡es fuego secreto!». Esta vez la sonrisa de Kchatrya era mayor. En su voz había decepción y burla. Movía su rostro como negando, ante lo absurdo de mi respuesta. En verdad, me encogí por dentro. Me consideraba lo suficientemente inteligente para responder con claridad una pregunta tal como la que se me estaba planteando. Sin embargo, la consideración que otorgaba a Kchatrya de ser un verdadero maestro contrarrestaba la balanza de mi seguridad en lo que percibía. No podía entender el malestar que reflejaba Kchatrya en su rostro. En contraposición, estaba la simple lógica de lo que a ciencia cierta observaba. Kchatrya seguía mirándome atentamente. Por tercera vez preguntó: «¿qué ves ahí?», nuevamente señalando el vaso. En el interior sentí que me rompía a pedazos. Quedé de cabeza y sin saber qué contestar. Finalmente debía decir algo así que, sopesando mis opciones, contesté: «es fuego secreto». Me miró atentamente, esta vez sin burla. Me agradeció y me invitó a salir de la habitación.

Tras salir por la puerta cayeron sobre mí todos los estudiantes curiosos que, como moscas, querían lamer mi descomposición mental. No sabía qué pasaba en mí. Estaba roto por dentro, fracturado en pedazos; no sabía quién era yo en ese momento. Mi propia fuerza se vino abajo. Apenas sí veía a mis compañeros. Deshecho, caminé y sin saber cómo llegué a casa. Estuve todo un día sin reaccionar a los estímulos externos. Kchatrya había logrado desmontarme con una simple pregunta. No quise hablar con nadie, me encerré en casa, simplemente no quería ver a nadie.

Al día siguiente volví como casi todos los días a la institución de la que hacía parte. Colaboraba en la marquetería. Mi tiempo libre era a la noche. De madrugada limpiaba vidrios y armaba cuadros con los que la institución se ayudaba económicamente a mantenerse. La noche siguiente al encuentro, mientras permanecía en el sótano donde la marquetería funcionaba, Kchatrya bajó a visitarme. Llevaba en su mano el Liber Mutus, un libro de alquimia que contiene solamente imágenes sin ningún texto. Me invitó a sentarme un rato y empezó a explicarme sobre la magna ciencia. Horas después descubrí lo que quiso decirme con el «fuego secreto»; allí inicié una serie de estudios que durante años reportarían un conocimiento de la naturaleza muy profundo y diferente al convencional. Fue el inicio de una relación que perduró por casi treinta años. Aprendí a quererlo de la manera más limpia. Por años se convirtió en mi maestro, posteriormente pasó a ser mi más grande amigo. Si pudiera definirlo ahora, diría que ha sido la persona más sabia y humil-de que en mi vida he conocido. Hace un par de años murió, pero en mi corazón sigue igual de vivo que siempre.

La devoción…

Era tanta la necesidad ante el saber, que mi mente se volcó a su enseñanza. Kchatrya sabía prácticamente de cualquier tema. Sobre todo conocía de trasmutaciones biológicas a bajas temperaturas, simbolismo egipcio y maya, astronomía, esoterismo y alquimia. Sin embargo, podíamos hablar de cualquier tema histórico o filosófico.

En alguna ocasión me contó una bella historia de cómo había experimentado por primera vez lo divino. De joven, mientras estaba en clase con su maestra, todos se prepararon para ir de carrera alrededor de la manzana. Ella les pidió que fueran corriendo lo más rápido posible y volvieran nuevamente al salón. De regreso, la respiración era agitada y descontrolada por el esfuerzo realizado. Su maestra les sugirió a todos observar su mente mientras el cuerpo seguía agitado. Notó, sorprendido, que su mente no producía pensamientos. El asombro le llevó a olvidar su cansancio físico y lo catapultó a mundos sin pensamientos. Rápidamente, saltó más allá de la mente y se colapsó en la experiencia profunda del samadhi, la experiencia no-dual por excelencia. Desde aquel momento su mente cambió y se ralentizó. Se convirtió en conocedor de sí mismo y viajero frecuente al infinito.

Después de conocerlo siempre estuve cercano a su corazón. Por mis compromisos de enseñanza y los suyos ante la institución a la que pertenecíamos en aquellos momentos, nos veíamos apenas varios días cada año, pero estábamos en constante comunicación. Su presencia me llevaba a regiones inesperadas del cariño y del amor. A veces, simplemente verlo me producía llanto. Le decía frecuentemente que lo quería. Éramos amigos, mutuamente nos enseñábamos. Kchatrya despertaba mi devoción. Su cercanía me llevaba a la entrega total. Por siempre tomé nota de todas sus sugerencias y jamás dejé de hacer lo que me pidiera. Sé que nunca me hubiera exigido algo imposible de hacer, pero durante el tiempo juntos fue el respeto mutuo la llave de la relación.

Nunca me lancé a sus pies por devoción, pero siempre lo llevé en mi corazón. Sin importar en qué lugar del mundo me encontrara, su amorosa imagen me acompañaba. Fue un apoyo en los momentos difíciles. Saber que existía me permitía no sentirme solo. Podría decir que con los años el sentimiento nunca cambió. Las primeras preguntas respecto a curiosidades de la meditación y del sistema Vedanta me las aclaró él. Su metodología era un tanto extraña. En alguna ocasión le pregunté: «¿se produce karma en sueños?». La contestación, por supuesto, tardó meses en llegar. Sus respuestas se expresaban usualmente en una carta escrita con una antiquísima máquina de escribir. Siempre fue chapado a la antigua, nunca quiso que le regalase un ordenador para facilitar sus investigaciones. Apenas aceptó una calculadora digital muchos años después, cuando necesitaba calcular algunas funciones trigonométricas para sus investigaciones sobre ciclos planetarios. Cuando final-mente su contestación sobre la pregunta del karma llegó a mis manos muchos meses después, me ofrecía una lista de libros, exactamente tres, y me informaba que en alguno de ellos estaba la respuesta. Así que los busqué y los leí detalladamente para resolver mi inquietud, cosa que efectivamente pude hacer.

Mi primera visita: Buenos Aires

Bordeando los veintidós años tuve la oportunidad de ir a visitarlo a Buenos Aires. Estaba pletórico, feliz de ir a verlo. Era mi primer vuelo internacional. Mi padre amorosamente me apoyaba comprándome el tiquete, tal como lo había hecho con mi hermano mayor, quien también fue parte de la institución.

Viajar era algo novedoso, único. Iba apenas con lo necesario, pues mi economía no era boyante. Pero eso sí, partía cargado de ilusiones, lleno de devoción por ver a mi maestro. Éramos muchos los visitantes en aquel mes de enero. El calor sofocaba la ciudad y hacía que el ambiente lleno de humedad fuera fatigoso. Llevaba una maleta roja de gran tamaño, de las antiguas, de paredes duras y esquinas reforzadas; era la que todos usábamos en la familia cuando se hacían viajes importantes.

Llegábamos estudiantes de variados países para realizar un internado espiritual cerca de Buenos Aires. Qué mejor momento para aprender y estar cerca de la fuente del saber. Por ello hice todo lo que pude para poder viajar. Nada más llegar me recogieron en el aeropuerto llevándome a la sede principal de la institución. Al llegar esperé varias horas para informarme de qué debía hacer en aquel país del que no conocía nada. Le solicité a la directora de aquella filial cambiar unos dólares por pesos argentinos para así poder desplazarme sin problemas por la ciudad. Su actitud fue muy extraña, al parecer se levantó con el pie izquierdo aquel día. Tenía yo una romántica sensación de ayuda mutua entre quienes pugnábamos por seguir un camino interior, pero aquella dama desbordaba veneno mientras a regañadientes cambiaba las pocas divisas que traía de Colombia.

Tal vez le pedí en mal momento dónde podía alojarme; quería dejar mi maleta, descansar un poco y luego comer algo, pues estaba hambriento. Su mirada extraviada nuevamente golpeó en mi rostro. Me pidió que dejase mis cosas en el tercer sótano, pues no había lugar en ningún otro sitio de la filial para mí; todos los espacios libres estaban ocupados por otros visitantes. De inmediato bajé hasta encontrar el lugar. Llegué a un área lisa de unos mil metros cuadrados llena de columnas y con una moqueta descuidada desde hacía ya un par de décadas. No corría el aire en aquel sitio, el calor era asfixiante. Cuando apagaba las tenues luces del lugar, se convertía en una caverna en la cual era igual permanecer con los ojos abiertos o cerrados. Dudé en meterme allí, puesto que parecía el coliseo de los fantasmas. Sin embargo, algo en mí estaba feliz con estar cerca de Kchatrya, por quien haría cualquier cosa, incluso morir asfixia-do o envenenado por el aire enrarecido de aquel lugar.

Con la noche llegó lo inevitable, dormir. Habiendo memorizado el laberinto en el que se ubicaba mi habitación, opté por intentar descansar. En verdad costaba respirar; empezaba a pensar que era inhumano estar allí en aquel sitio, tirado como un despojo al que nadie le interesa. Aun así, intenté conciliar el sueño. Mientras dormía tuve una visión divina. Frente a mí aparecieron varios dioses hindúes. Entre ellos estaban Ganes-ha, el dios de la sabiduría y Vishnu, la divinidad protectora del universo entero. Irradiaban una luz celestial inigualable que se extendía más allá de los planetas y el sol. Me lancé a sus pies como ofrenda, pues nada más tenía para ofrecerles. Los observaba y me observaban. Eran innumerables los detalles con que se adornaban y la gratitud inconmensurable de estar cara a cara con lo más sagrado que durante milenios la tradición india ha gestado me arropaba por completo. Sus cuerpos eran dorados, cincelados en oro; sus ojos eran luceros o universos, daba igual. Lloré desconsoladamente y colmé la sed de entrega que por siglos en mi corazón latía. Junto a los grandes dioses había otros menores. Pero qué importaba ello, la mirada de Ganesha y el brillo inconmensurable de Vishnu me trasportaron a la experiencia infinita del amor. Me sentí guardado por su presencia, raptado por su benevolencia. El cielo azul brillaba y parecía estar hecho de zafiro. Ganesha llevaba en su cintura, rodeándole completa-mente a modo de cinturón, una faja roja que parecía tejida de rubíes. En cambio Vishnu resplandecía de humanidad; me sentía su hijo, él era mi padre espiritual, era la razón de mi existencia. Horas después, al despertar, aquel lugar amorfo, húmedo y sucio se trasformó a mis ojos en un templo a la divinidad. Tenía ganas de contar la experiencia a Kchatrya, de confiarle los innumerables detalles de tan mágica visión.

Intenté por todos los medios ir al sitio donde mi maestro vivía. A cada persona que preguntaba me decía lo mismo: «es muy difícil llegar allí, no hay transporte hasta el lugar, es necesario caminar mucho, debemos esperar que alguien te lleve, pues son varias horas de camino». Así, entonces, pasé otra noche allí en el sótano. Ahora me acompañaba un chico de Ecuador. Me indignó que lo mandaran allí y luché por que tuviera aunque fuera un ventilador. Que sufriera penalidades yo era una cosa, pero no permitiría que otra persona tuviera un trato tan indigno.

Al día siguiente, sin importar qué pudiera pasar, salí con la maleta en dirección del metro. De allí hice un espinoso viaje en tren y luego en autobús hasta el lejano pueblo de Francisco Álvarez. Mi único interés era visitar a Kchatrya, mi alma necesitaba verlo, solo eso, estar cerca de él. Finalmente llegué a la estación de autobús del pueblo de Francisco Álvarez, mi última parada, a pocos kilómetros de mi destino final. Era mediodía, hacía un calor desconcertante, la tierra ardía y el reflejo del sol quemaba el rostro. Salí a caminar por aquellas sendas solitarias. No sé cuantas horas caminé maleta en mano. Nada bebí en el trayecto. Los automóviles pasaban de vez en cuando y me llenaban de la suciedad de aquel camino polvoriento. Qué puedo decir al respecto, excepto que nunca más permitiría que pasara esto nuevamente, nunca más dejaría que me trataran tan indignamente. Llegué a su presencia, le di un abrazo que respondió con ternura. Algunas lágrimas recorrían mi rostro. Él estaba contento, sus ojos brillaban más de lo habitual. Me preguntó cómo llegué y le conté paso a paso la historia. Su rostro se puso adusto, serio, contenido. A Kchatrya le descomponía la injusticia. Instantes después tomó mi maleta; casi no la pude soltar, estaba pegada a mi mano. Llegué a su laboratorio, allí vivía. Nunca jamás salí de aquel lugar aunque viajara por medio mundo enseñando. Fue mi hogar siempre, aunque estuviese a miles de kilómetros de distancia. Allí, en aquel mágico sitio, se desarrollaron las situaciones más variadas que se puedan imaginar. Allí bebí de la presencia de un hombre sabio, allí aprendí a ser discípulo.




La relación…

Algunos años después de conocerlo le detectaron leucemia linfocítica. Puse a su servicio todos los médicos y alumnos que conocían del tema para intentar ayudarle. Yo contaba con unos veinticuatro años la primera vez que él viajó a Colombia por motivos médicos. Hice lo inimaginable para ayudarle a restablecerse. Finalmente las investigaciones con la alquimia produjeron algunos resultados y pudimos llegar a compuestos que le permitieron mantener controlada la enfermedad por más de veinticinco años. Cuando nos veíamos, ya fuera en Colombia o Argentina, pasábamos mucho tiempo juntos, hablábamos de lo divino y lo humano. Uno de sus mayores gustos consistía en escucharme hablar de mis alumnos, de sus mundos, de lo que hacían. Los últimos años nos dedicamos a adelantar investigaciones definitivas sobre diversos temas, pero desafortunadamente el accidente que tuve cerca de Bogotá en mi casa de campo, al caer desde una considerable altura, echó al traste cualquier finalización de la investigación que por más de treinta años él llevaba adelantando.

No importa qué me pidiera, siempre estaba para servirle. Durante decenas de años le compré la ropa especial de algodón que gustaba vestir. Normalmente de nadie aceptaba ningún obsequio. Era excesivamente frugal y vivía con lo mínimo. Cuando por fin mi economía lo permitió, él y aquellos que él me indicaba tuvieron siempre recursos para solventar cualquier problema. Al morir tenía tan solo tres mudas de ropa. Lo vestimos con la mejor y el resto de sus pertenencias fueron quemadas a pedido suyo. Conocía perfectamente sus gustos en comida y en bebidas. Intentaba abastecerle de todos sus requerimientos, pero ante todo gozaba de servirle. Mi corazón se desbordaba ayudándole o simplemente estando a su disposición. Nunca lo quise con egoísmo. En algunas épocas de su vida tuvo algún otro discípulo y me alegraba que su corazón también alimentara otra alma. Lo quería como era, no por lo que me daba.

Me sorprendía su tenacidad. Era un gran investigador, pausado y talentoso. Durante años sin cuento recopiló rocío a la madrugada y lo destiló siempre en horas nocturnas. Su capacidad de aguantar el cansancio y el sueño eran proverbiales. Sentado sobre su cama, observaba como una madre a su hijo las retortas de sus experimentos mientras el fuego las cocía. A la vez, mientras el agua rebullía, hablábamos de mil temas, desde filosofía a física cuántica, desde espiritualidad a política. Amaba profundamente su país, escuchaba a diario y apasionadamente las noticias de periodistas serios que intentaban denunciar los bochornosos hechos de injusticias y corrupción política que ocurrían a diario. Una de las cosas más gratas era escucharlo cuando enseñaba. Su ímpetu al hacerlo, la exquisita voz que fluía de sus labios y la sencillez y belleza de sus ejemplos siempre me conmovieron. Era el fiel retrato de un pedagogo del alma. Desafortunadamente pasó muy poco tiempo antes de que me tocase a mí hablar en público mientras él, en cambio, escuchaba mis disquisiciones. Solía llegar tarde a sus clases para sentarme cuidadosamente al fondo de la sala, escondiéndome detrás de algún otro alumno y evitando así que me viera. Pero nunca funcionaba. Siempre que lo hacía acababa al frente enseñando mientras él en primera fila me escuchaba. Excepto cuando venía algún joven estudiante al laboratorio donde venía a consultarle algo. En esas ocasiones oía cómo desarrollaba los temas para aclarar sus inquietudes; era un maravilloso placer seguir la coherencia y belleza de sus palabras. Era un orador consumado, el fiel reflejo de la enseñanza dictada desde un humilde y sabio corazón.

Murió hace aproximadamente dos años. Lo acompañé en esos momentos. Meses antes me pidió que fuera a visitarlo, sabía que pronto se desencadenaría el fatal evento de la muerte y quería dejar todo organizado para evitar cualquier inconveniente. Repasamos uno a uno sus deseos y decisiones. Cuando llegó el momento, todo se hizo tal como lo pidió. En mi accidente estuvo siempre a mi lado. Muchos alumnos míos tuvieron la oportunidad de conocerlo, pues se quedó día tras día en la sala de espera siguiendo el desarrollo de mi recuperación. Recuerdo en cuidados intensivos, cuando regresaba de las horrendas pesadillas oníricas, balbucear con desesperación su nombre. No podía hablar con él, pero lo llamaba con voces retorcidas pidiéndole que se acercara. Noches enteras gemía en agonía intentando llamarlo. Evidentemente no escuchaba, pero allí estaba, esperándome fuera, atento a cualquier cosa que se requiriera, incluso presto a organizar, ante la avalancha de inquietudes de mis alumnos en todo el mundo, qué debería decirse y aplacan-do los ánimos dolidos. Días después, cuando me encontraba en fase de recuperación, pude nuevamente charlar con él. Sin embargo, era tanto el dolor físico que mis continuos gritos desgarradores trasmitían que supuse eran una tortura para él. Le pedí que regresase a su país, pues no quería que me escuchara a diario expresar los angustiosos alaridos de dolor que producían los tratamientos médicos y la fisioterapia. Pasados tres meses del accidente, volvió a su país.

Aunque no poseía dones de clarividencia ni vislumbraba ningún tipo de percepción visual sutil, dichos mundos le encantaban. Me pedía frecuentemente que usara mis talentos para investigar aquellos mundos o simplemente solventar su curiosidad. Acompañados de algún delicioso brandy que preparaba cuidadosamente y que envejecía de manera sorprendente, pedía que le contase de lo humano y lo divino. Fui a Grecia en múltiples ocasiones y le narraba sucesos vagos o desconocidos por la historia. Muchas veces me pidió ir a la Atlántida, pues le encantaba dicha época de la historia. Mi querido lector, nuestras disquisiciones iban a lugares inconfesables, sin límite en el tiempo ni en el espacio. La cercanía de Kchatrya exacerbaba mi videncia a niveles inusitados. Para ambos era un placer planear por la historia y desembarcar en cualquier sitio, siendo testigos de situaciones paradójicas y únicas.

En nuestros experimentos de alquimia me pedía esculcar la materia en su aspecto sutil y notar los cambios que en ella se producían con los procedimientos químicos que realizábamos. Fuimos paso a paso aprendiendo a crear esencias y manejar algunos productos para aliviar ciertas dolencias. Kchatrya era experto en el manejo del péndulo, eso le permitía diferenciar con claridad el uso de los remedios descubiertos. Desarrollamos e investigamos en variados escenarios. Kchatrya era un afanoso buscador del saber. El templo egipcio de Dendera, dedicado a Isis Hathor, cuya bóveda representa la historia del mundo, fue uno de sus estudios predilectos. Con los años aprendimos a leer sus claves y a exponer los tiempos donde la evolución humana había dado sus grandes giros. El simbolismo del zodiaco maya tampoco tenía secretos para él. Era un amante del saber, un deseoso del conocimiento, un maestro que buscaba la comprensión total.

Una última curiosidad tiene que ver con la relación que establecieron mi pequeña hija Thalia y él en Colombia. Ella, contando aproximadamente con cuatro años, ingresaba frecuente-mente a la habitación donde Kchatrya se hospedaba, cerca del mediodía siempre, y le tendía su cama. Se sentaba en su extremo y dialogaba extensamente durante horas con él. Kchatrya le hacía caso y la trataba como un adulto. La explicaba largamente todas las inquietudes que mi hija le proponía y pasaban horas sin cuento juntos. Su relación se afianzó con el tiempo. Cuando viajaba a Buenos Aires le llevaba sus cartas o dibujos, y Kchatrya los leía atentamente. Tenía en su escritorio un sitio especial para su correspondencia. Al morir, y siguiendo sus recomendaciones, me pidió quemar todo, incluso mis cartas y las de Thalia. Me explicó que quería irse sin dejar nada, no buscaba dejar huellas, su tiempo había pasado y no quería mirar nunca atrás.

La última vez que lo saludé, recuerdo claramente el hecho de estar cerrando muy lentamente la puerta mientras salía del laboratorio donde él vivía; miré fugazmente a su cara, sabiendo que nunca más lo vería. Tenía un cigarrillo en sus manos, una sonrisa fácil y ojos brillantes que igualmente se despedían hasta el siguiente milenio. Nos observamos detenidamente por un segundo, era la última vez; no dijimos palabra alguna. Será otra la vez que los dioses otorguen el reencuentro y nos permitan viajar por el universo del saber, cercanos y respetuosos uno del otro. Alguna vez me dijo: «no quiero nacer en una familia nuevamente, vivir en familia es agobiante». Al instante siguiente a morir tomé con mi mano las suyas y puse la otra en su corazón. Lo seguí aun después de muerto. Su rostro reflejaba la edad de los treinta años, estaba muy guapo, completamente radiante y juvenil. Me decía que de saber que morir era así de bello lo hubiese hecho antes, se reía al comentarlo. Lo acompañé en su ascenso hasta los mundos sin mente en los que le correspondía ingresar: allí lo vi desaparecer en la bruma luminosa que todo lo envuelve, dándome una última sonrisa. Desde entonces, hablamos de vez en cuando, me visita o le visito. Mi devoción y mi cariño son capaces de remontar el tiempo y me permiten cabalgar por las ondulaciones del espacio hasta llegar donde ahora se encuentra. Su cuerpo ha muerto, pero su esencia inmortal, su consciencia, nutre otros parajes en aquella cima que ofrece vista al inmenso bosque que termina a las orillas de un lago sin nombre.

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Oriente y su enseñanza…

Llegados los diecinueve años atraqué en los puertos de la filosofía oriental. Sus postulados teóricos eran extraños y un tanto novedosos. Mis inquietudes y búsquedas giraron en torno del nuevo pensamiento oriental; intentaba simplemente acoplarlos a todo lo que ya conocía y que previamente había estudiado y reflexionado.

Uno de los enunciados prácticos con los que primero me encontré fue el de la meditación. Hasta los veintiséis años no supe exactamente de qué iba ello. Aun así practiqué cientos, si no miles, de veces sus postulados. Igualmente, llegué incluso a practicar hata yoga. De ello recuerdo la maravillosa fascinación de madrugar para ir a un parque y casi ritualmente, junto con una toalla blanca y ropa acorde, realizar variadas posturas físicas. Nunca como aquella época tuve la elasticidad y vitalidad muscular que forjó dicha práctica.
Mi búsqueda interior se asentó en la aceptación de la práctica meditativa como agente que puede inducir la visión de lo divino. Al parecer, meditar era la salida de todo buscador del Ser. La meditación se planteaba como el ambiente más propicio para el reencuentro con Dios. Hice parte de un grupo de estudiantes que aceptaba las reglas de una fundación oriental de carácter espiritual. Finalmente, así encontré un medio adecua-do para afianzar mi idealismo y mi humanismo. Con los meses de hacer parte de dicha institución, conocí a mi maestro y a la vez escalé en la pirámide administrativa de dicha agrupación.

A diario, a la noche, después de las clases para los estudiantes externos, sonaba la campana que llamaba a la práctica meditativa. Eran tan solo cuarenta y cinco minutos. La rutina llevaba a que uno de los directores de la fundación, o cualquiera de los aventajados estudiantes, guiara la práctica en una sala de no más de doce metros cuadrados, cuyo suelo estaba recubierto de una alfombra de color claro. En la parte baja de una de sus paredes, y sobre un pequeño estante, se encontraba un altar que adornaban los libros sagrados de diversas tradiciones. Reposaban allí la Biblia cristiana, el Corán árabe, el Tao Te Ching taoísta, el canon moral del budismo, el Dhanmapada, el sagrado Bhagavad Gita hindú, e incluso algún otro texto de tradiciones pasadas y extintas. Quien dirigía la meditación escogía alguno de los textos de alguna tradición cercana a su gusto. Después de leer unos minutos proponía una práctica generalmente acompañada de algún tipo de canto devocional.

Desde aquel momento, mi búsqueda se convirtió en la disciplina de la meditación. También estudiaba Advaita Vedanta y desarrollaba mis destrezas pedagógicas casi a diario, mientras enseñaba filosofía comparada entre Oriente y Occidente. Memoricé diversos mantrams, kirtams y bijams, todos ellos dispuestos a ser repetidos en las prácticas meditativas diarias. Repetíamos los diversos cánticos aprendidos allí sentados en la alfombra sobre un cojín adecuado. Cada instructor tenía sus gustos propios y proponía sus peculiares deseos sobre a cuál deva o divinidad contactar. Así, unos tras otros, los cantos se sucedían durante los cuarenta y cinco minutos. Desafortunadamente mi mente era caótica, pensaba sin control, los pensamientos se superponían sin orden alguno llevándome constantemente a la fantasía o la imaginación, cuando no al sueño derivado del extremo cansancio mental o físico.

Era francamente desesperante no tener control mental. La excesiva y desorganizada actividad interior y el mínimo control propio hacen que la práctica meditativa diaria llegue a convertirse en un suplicio. Ir y venir de los pensamientos al sueño y de este al cansancio físico se convirtió en algo frecuente. Era extraño: todas las personas que conocía advertían la meditación como el medio propicio para lograr la realización personal, pero ninguna era capaz de atisbar un mínimo acercamiento a la divinidad. De hecho, incluso mis instructores, que propugnaban el compromiso de la meditación y obligaban a su ejecución, jamás plantearon abiertamente su propia evolución con respecto al tema.

Al parecer, meditar era una necesidad fundada en la propia base de la tradición oriental y, sin embargo, era una actividad completamente desconocida en sus verdaderos fundamentos. Todos mis compañeros hablaban de ella, todos los instructores que tuve la comentaban, pero ninguno sabía a ciencia cierta de qué hablaba. Ninguno acertó sobre la imagen que de Dios se tiene gracias a su práctica. Dios seguía escondiéndose aunque la gente meditara. Pasados unos veinte o treinta minutos de mi práctica diaria, las piernas se dormían, no sin antes propiciar la quemante sensación de dolor que subía desde el tobillo y finalizaba cuando perdía toda sensación física desde la cintura hacia abajo. Pasado el dolor, me centraba en los kirtams o mantrams a repetir. Aun con las piernas dormidas, y ya sin dolor físico, la mente se agitaba como olas en la tormenta. Llegaban instantes de tanta desesperación que abría los ojos para saber qué ocurría con mis compañeros, intentaba notar en los rostros sus luchas. Extrañamente, los observaba completamente quietos, firmes. Nada se apreciaba en ellos que demostrara el caos que en mí sí ocurría. Pasada la crisis, nuevamente cerraba los ojos y quedaba sumido en la agobiante espera de que el instructor diera por terminada la práctica. Así transcurrió la gran cantidad de mis experiencias cotidianas meditativas: es decir, tortura diaria tras tortura diaria.

Mi disciplina se circunscribía a meditar en lo posible a diario. Sin embargo, los meses y los años pasaban sin que lograra evidenciar algo que me enalteciera interiormente. Intenté en las primeras épocas centrarme en la devoción que ofrecían los cánticos a la divinidad. El panteón de dioses hindúes fue el prime-ro en rozar mi corazón. Se nos enseñó a cantarles con devoción y sentir su cercanía en cada frase que se dedicaba en honor de sus nombres. Se nos enseñó a visualizar los diversos rasgos y memorizar sus formas para recrearlas incluso fuera de la práctica. Busqué la divinidad más cercana a mi forma de amar a Dios, el ishta devata o la divinidad personal. Probé con diversos dioses una y otra vez, sin que pudiera encontrar aquel deva propicio a enamorarme realmente. Pasados dos o tres años de intentar-lo, cejé de nuevo en mi búsqueda; certifiqué que mi camino no era evidentemente la vía de la devoción. Advertí que muchos compañeros exacerbaban su emoción y confundían ello con devoción. Siempre, durante el desarrollo de mi búsqueda interior, noté claramente cómo los estudiantes e incluso mis compañeros, a través de un llanto falso y completamente emotivo, eran capaces de creer que rozaban las divinas vestiduras de los devas que imaginaban en su mente. Es muy difícil ser consciente de la propia ignorancia en el sentir; es muy fácil convertir un momento de sensiblería en un océano de emotividad que en últimas no es más que un momentáneo desahogo psicológico.

Intenté que mi corazón se enamorara de variados dioses hindúes, incluso de alguna forma cristiana. Por mis labios pasaron cientos de cánticos hindúes, árabes, judíos y cristianos. En verdad lo intenté, pero mi corazón no reaccionaba a los símbolos que gestaban los colores, las cualidades y las formas de las entidades divinas, sin importar la tradición de la que hicieran parte dichos dioses. Pese a mi intento por lograr el nacimiento de la devoción, jamás pude convertir a las divinidades en el foco de mi práctica meditativa. Pasé entonces a la etapa siguiente: busqué otros medios para llegar a Dios mediante una forma distinta de práctica. Mi siguiente opción fue atender a la respiración.

Opté por llevar la atención al flujo respiratorio y estar pendiente de su tránsito descendente y ascendente. Mi mente resultaba igual de inquieta con los cantos devocionales que con la atención a la respiración. Sin embargo, tampoco se derivaba ninguna experiencia trascendente. Pasaron años y en ninguna de ambas prácticas, devocional o respiratoria, pude experimentar la cercanía de Dios. Lo intenté muchos meses con la atención al entrecejo, a la energía de los chakras y con todas las opciones dignas de investigar. No existía ningún manual meditativo lo suficientemente coherente para servir de referencia a una experiencia que se negaba a ser comprendida. Sin embargo, era consciente de la necesidad de practicar disciplinadamente aunque no consiguiera ningún fruto. Practiqué año tras año sin entender claramente qué era lo que realmente hacía.

Finalmente, y siguiendo la enseñanza de Patanjali, asumí que la presumible nueva vía pasaba por desconectar inicialmente los sentidos para desde allí buscar algo nuevo en un siguiente paso que desconocía. Fue entonces, intentando practicar algo por descarte y desesperación, donde al fin encontré la respuesta a años de esfuerzo constante pero infructuoso.

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Aprender mientras enseñaba…

Pasados algunos meses en la fundación donde adquirí las primeras pinceladas sobre filosofías orientales, tuve la oportunidad de asumir la responsabilidad de enseñar. Durante casi ocho años, durante dos horas diarias y los fines de semana varias más, me dediqué a compartir elementos de filosofía comparada entre Oriente y Occidente. Paso a paso asumí retos pedagógicos que me otorgaban herramientas y a la vez me proporcionaban nuevos conocimientos.

Mi talento natural para enseñar me otorgó dones especiales a través de años de compartir el saber con tantos estudiantes. El mayor de todos, tal vez, fue el de mantener la atención en ideas precisas o en conceptos abstractos durante cada una de las clases. El hecho de enseñar y el compromiso que interiormente sentía al realizarlo, me imponían una carga de responsabilidad que obligaba a estar completamente despierto al hacerlo.

Con los años nació la incipiente mayéutica que antaño los griegos, y especialmente Sócrates, proponían como medio esencial de búsqueda filosófica. Mantener una exclusiva corriente de ideas, preguntar y responder sin perder la esencia del concepto, nos aventura en mundos del saber que se abren como nubes que ocultan el brillo del sol. Preparar las clases día a día llevó con el tiempo a la improvisación de momentos de enseñanza sin usar preconceptos. Aprendí a dictar clases y conferencias basándome en una idea que se desarrollaba mediante preguntas y respuestas hacia sí misma. No siempre lograba cabalgar en conceptos que se entretejían por sí mismos, pero algunas veces me convertía en pionero de la búsqueda de un saber sin fronteras.

Durante estos primeros años de enseñanza me hice esclavo de conceptos que no entendía y que nadie podía explicarme con certeza. Pasado este tiempo, desarrollé la aptitud de recrear ideas poco pensadas por el colectivo humano. Trenes de certezas se arremolinaban en ocasiones, haciendo de una simple clase algo único y excepcional. Explicar a otros estudiantes abstracciones tan complejas como no-dualidad, maya, karma y demás, fueron primero causa de sudor y conflicto, para pasar posteriormente a convertirse en frágil aroma de un olor maravillosamente indescriptible.

Poco a poco fui entrando en un universo de ideas que nunca antes habían sido pensadas. Era como navegar por nuevos mundos mientras se lanzan las redes que pescan ideas novedosas. Todo se centraba en que una idea puede verse desde innumerables perspectivas sin ceder ante otra diferente de ella. La continuidad de la atención abre puertas escondidas que dan acceso a enseñanzas que pueden entenderse y relacionarse de manera extraordinaria con otras. La oratoria se convierte en el catalizador de instantes únicos que se entretejen sin dejar de ser ellos mismos. Es así como el saber, más allá de las ideas, brota como lo hace un géiser desde el agua del subsuelo cuando la marea presiona continuamente la roca.

Ocho años de investigación mientras ejercía la pedagogía, forjaron lentamente el saber que la mayéutica ofrecía. Sin embargo, era tan solo el comienzo. El intelecto desarrollado otorgaba un avance significativo respecto a temas que los libros nunca abordaban. Era diestro en hablar sobre temas filosóficos profundos y expresar ideas altamente abstractas, pero aún la mente se resistía a la experiencia profunda del Ser. Mi mente no se aquietaba; podía teorizar sobre la no-dualidad, pero faltaba la experiencia excepcional de la disolución en el Ser.

El nirvikalpa samadhi…

Llegados los veinticuatro años renuncié a la fundación en la que bebí inicialmente el Advaita Vedanta. El ciclo había concluido y me trasladé a un nuevo universo de reflexión interior. Las clases habían cesado y no tenía alumnos a quienes enseñar ni tampoco un medio adecuado en el cual ejercer mi atención para que esta se afianzara en la continuidad pedagógica. El desencuentro con algunas personas de la institución, unido a la falta de claridad en casi todos sus frentes, hizo que tomara la decisión de retirarme; sin embargo, Kchatrya siempre permaneció fiel a su compromiso de permanecer en ella aunque también él, más que nadie, advertía los procesos de descomposición que allí acontecían.

Fue cerca de esa fecha cuando mi universo interior cambió. El suceso ocurrido un día antes de mi cumpleaños hizo dar un giro copernicano a mi mundo interior, lo que abrió las puertas a la comprensión que siempre busqué de lo Real. La experiencia de un intenso nirvikalpa samadhi me arrebató a los confines de la existencia misma del universo entero. Desde aquella fecha mi mente por fin adoptó una nueva inercia en su actividad cotidiana. Nunca más me vi abocado a la fantasía descontrolada en ningún momento de mi vida. Los pensamientos ahora se avistaban al momento que se producían. No existía la posibilidad de pensar incoherentemente sin notar que ello ocurría. Bastaba ser consciente de un pensamiento no válido, de una agitación mental que no hiciera parte del Presente, para que de inmediato cesara. Mi atención era tan firme y constante que se parecía a una linterna con la cual iluminaba y volatilizaba las sombras que producía mi mente. Bastaba observar cualquier pensamiento inconexo en el mismo instante de su aparición, para que este se disolviera de inmediato dando paso a un simple estado de atención presencial.

Desde aquel momento la práctica meditativa se trasformó. Lo que acontecía en mi interior no tenía ningún parangón con cualquier libro escrito que previamente hubiera leído. Las experiencias no podían catalogarse según un protocolo establecido, pues no existía un antecedente teórico para definirlas. Era factible en mi interioridad observar a distancia los contenidos mentales para luego ser testigo de su disolución. Ya disueltos, era posible quedarme ilimitadamente sin producir más pensamientos ni activar recuerdos, completamente a la espera. Era como navegar silenciosamente en una pequeña barca interior en completa oscuridad, sin producir ningún tipo de ruido ni rozamiento con la superficie del agua. Lograba notar los diversos niveles de abstracción y profundidad de aquellas experiencias interiores, pero no advertía cómo se desencadenaban o se relacionaban las unas con las otras. Incluso reconocía el momento mismo donde la atención al inmenso vacío se diluía y se afianzaba en sí misma como sujeto y a la vez objeto simultáneo de conocimiento, introduciéndome en la no-dualidad. Allí, afianzado en la Concentración interior, vislumbré mi propio universo en todas partes de mí mismo. Igualmente notaba los diversos niveles de profundidad que se lograban y las innumerables categorías de relación no-dual que era posible experimentar en dicho estado. Nunca antes hubiese imaginado lo prolífico del universo interior, la magnanimidad de sus procesos y la inmensa capacidad que el ser humano tiene para investigar dentro de las fronteras de sí mismo.

Incluso, la indagación interior acababa posándose en la Meditación. Allí advertía cómo la Realidad se escenifica como partícipe en todas y cada una de las fracciones de lo existente. La continuidad de la conciencia se hacía evidente al iluminar y servir de causa sustancial a todo lo existente. Según la intensidad de la práctica meditativa era factible absorberme en la simultaneidad tanto de galaxias como de bosques, árboles o amaneceres. El juego de la cognición no-dual finalmente había entregado sus secretos y me retozaba en ellos cada vez que la práctica interior se convertía en el juego de experimentar la cercanía del Ser, de lo Real.

Los siguientes años de mi vida fueron dedicados a auscultar el mundo interior. La mente evidentemente cambió, pero no encontraba los patrones en los que ordenadamente se pasaba de una a otra experiencia cognitiva. Era maravilloso no tener ruido mental. Los pensamientos y las emociones estaban todos amarrados al muelle y de ninguna manera podían escaparse y navegar sin rumbo en la marea mental. Fue entonces cuando me puse en la tarea de llegar a entender la razón y el orden de los procesos meditativos. Se hacía necesario descubrir la causalidad imperante en la cognición. Mi compromiso previo de enseñar algún día la meditación empezaba a encauzarse; final-mente la mente poseía el suficiente control para dedicarme a investigar en dicha tarea.

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Kchatrya

Nunca le pregunté por su pasado, jamás le pedí que me contara episodios de su vida. Sin embargo muchas veces, hablando en alguna terraza mientras tomábamos él café con medias lunas y yo una cerveza, me contaba algunas simpáticas historias. Era tan respetuoso ante su presencia que aceptaba que no mostrara su pasado. Fueron los años de confianza total quienes abrieron las puertas a algunos detalles variopintos.

Actualmente casi nadie sabe de su existencia, pues nunca intentó ser conocido. Vivió a la sombra de otros sin querer nunca buscar reconocimiento alguno. Kchatrya ha sido tal vez el más grande pedagogo que jamás he conocido. Me es más fácil hablar de él que de mí mismo. Quienes lo conocimos jamás lo olvidaremos, pues la simplicidad y humanidad de sus ges-tos eran proverbiales. En verdad, era como un niño grande; la humildad era con seguridad su mayor rasgo característico.

Su sensibilidad me resultó casi siempre extraña. Era tan intensa que nunca pude descifrarla. Kchatrya tenía ojos color café y facciones angulosas. Su cuerpo siempre delgado, brazos largos y piel muy blanca. Sus pies eran extrañamente grandes: calzaba dos números más que yo y sin embargo pesaba cuarenta kilos menos. La razón de ello, sus raíces patagónicas. Nació en un pueblo llamado Tres Algarrobos, muy al sur de la Argentina, donde solo había evidentemente tres algarrobos y una fila de cuatro o cinco casas que bordeaban un camino polvoriento. Recuerdo que alguna vez me obsequió una foto de su pueblo, si puede llamársele a eso un pueblo. Me señaló orgulloso la casa del médico donde de niño, y a diario, subía al tejado y llenaba manualmente con una bomba de pozo el tan-que de agua. Lo hacía en verano o en invierno, soplara el viento o lloviera a mares. Allí trabajaba a diario tres horas cuando apenas contaba con seis años. Me decía que algunas veces sus manos sangraban de la fuerza que debía hacer, pero era su compromiso con el médico y debía cumplirlo. La paga eran apenas unas pocas monedas, lo suficiente para ayudar con ello en casa para comprar el pan. Su familia era muy pobre, vivía en el campo. Su memoria era tal que se acordaba de bebé cuando su madre lo forraba completamente en una manta; recordaba su desesperación por no poder mover brazos y piernas a causa del envoltorio. Siempre me habló con el mejor talante de su padre. Lo quiso y lo respetó mucho, al parecer fue un hombre a carta cabal, un caballero.

De adolescente viajó a la capital a buscarse la vida. Su primer trabajo fue cuidar los coches aparcados de los judíos que iban al cementerio. Las pocas monedas conseguidas servían para paliar el hambre. Unos años después se dedicó a llevar recados de una farmacia montado en una bicicleta. Tal vez eso lo incitó a estudiar química farmacéutica, carrera que finalmente le permitió lograr su independencia económica. Kchatrya gustó siempre del conocimiento esotérico. Era profundo conocedor de ese mundo, una biblioteca ambulante. Sabía en qué libro y en qué página de cuál autor se encontraba la respuesta a cualquier disquisición sobre aquellos herméticos temas. Le encantaba la geología y poseía una pequeña colección de piedras, las cuales seleccionaba y clasificaba cuidadosamente.

Ya a en su juventud era profundo conocedor de la filosofía oriental y occidental. Le encantaba el tango, tenía una voz preciosa. Muchas veces le escuché interpretar algunas canciones de Carlos Gardel, o del guru Gardel, como él lo llamaba. Era en verdad un ratón de biblioteca. Cuando lo conocí, podía llegar a leer un libro cada noche. Por sus manos pasaron miles de textos de los más variados temas. Kchatrya sabía de todo. No sé cómo hacía pero siempre averiguaba cómo encontrar algún texto que ni la CIA seguramente localizaría. En una ocasión que lo visité me mostró un estudio que relacionaba los temblores de la corteza terrestre con los tránsitos de Urano y Plutón. Le pregunté por la bibliografía científica de los estudios sísmicos en los que se apoyaba y de dónde había sacado semejante información; me respondió que simplemente cayó en sus manos.

Cerca de los dieciocho años conoció a quien sería su maestra. Paseando por la calle recibió un volante que invitaba a una conferencia sobre Egipto. Interesado por el tema, allí se presentó. Al entrar en la sala y escuchar a la que sería su guía espiritual, tomó la decisión de que su estadía sería para toda su vida; haría parte del grupo de jóvenes que por siempre ayudarían a formar y engrandecer la institución. Así era Kchatrya, su palabra era para toda la vida, por siempre. No importaba qué pasara; al comprometerse cumplía su compromiso sin importar las consecuencias. Una vez me contó que mientras trabajaba en una empresa farmacéutica hubo una revuelta política en la ciudad. Allí se acostumbraba a que piquetes armados entraran a las empresas para impedir que los trabajadores siguieran en sus labores. La invitación a dejar el trabajo solía ser obligatoria, incluso amenazante. Aquel día Kchatrya laboraba y el piquete se presentó en el laboratorio de análisis químico donde él se encontraba. Ningún empleado estaba trabajando, solo los directivos permanecían parapetados en sus oficinas, pues los obreros estaban fuera junto con los piqueteros amenazantes. Una mujer, me comentó Kchatrya, joven y con ojos vidriosos de tanto fuego interior, se le acercó y le increpó que la huelga era general y nadie podía seguir con sus labores. Kchatrya le respondió que mientras cualquiera de sus jefes no le dijera nada, para él era un día cualquiera de trabajo. La dama sacó un arma y le amenazó con ella. Kchatrya contestó que hiciera lo que creyera conveniente, pues de allí no se movería sin la orden de uno de sus superiores. La chica quedó azorada, pero como líder tenía la necesidad de hacer respetar sus insinuaciones. Kchatrya no se movió de su puesto; al primero que intentó acercársele para forzarlo lo miró de tal manera que lo detuvo. Las palabras soeces y las amenazas subieron de tono. Finalmente un directivo de la compañía se acercó y le pidió que saliese de la empresa.

Otra situación que denota el carácter de mi maestro se dio años después, cuando ya era maduro. En aquellos momentos los viajes por diversos países me habían permitido conocer a innumerables alumnos. Lo invité repetidamente a viajar conmigo, pues sabía de su valía y de su saber inmenso. De escucharlo, con seguridad miles de personas se nuclearían a su alrededor, estaba convencido de ello. Me contestaba una y otra vez que había dado la palabra a su maestra que haría parte de aquella institución por siempre y sin importar qué circunstancias existieran. Se sentía responsable de los pocos e indolentes jóvenes que compartían la finca donde vivían. «¿Qué será de ellos si necesitan algo y no estoy?». Kchatrya era inamovible ante lo que consideraba justo, aunque con él la institución fue terrible-mente injusta. Con la inmensa madurez de su saber y el conocimiento profundo que poseía del Ser, no lo tenían en cuenta. Lo habían relegado como quien deja de lado un enfermo para que agonice y finalmente muera. Me hervía la sangre al ver cómo lo despreciaban aquellas personas cercanas a la fundadora que tenían ínfulas de ser maestros, cuando en sus corazones pastaba la envidia, la asquerosa envidia. No entendía cómo una institución que se señalaba a sí misma como espiritual perdía la oportunidad de que el mundo conociera a un gigante de la pedagogía, a un verdadero conocedor del Ser.

Siendo aún joven, sus primeras etapas en la institución lo llevaron a profundizar en diversos temas esotéricos. Su vida se abocó al ideal de llevar al mundo aquel proyecto de vida que por fin encontró en aquella época. Una vez me confesó que se sentía extraño en su lugar de trabajo como químico. Sus compa-ñeros lo relegaban un poco, pues no generaba convivencia alguna con ellos. Todos los días, incluidos fines de semana, laboraba atendiendo una u otra cosa que siempre estaba pendiente. Así, en las horas de descanso de su trabajo, se metía en el laboratorio a dormir. No se relacionaba con nadie, pues usaba los descansos para darse una siesta en un armario. Una vez lo encontraron allí escondido, abrieron la puerta y lo vieron dormido y con los ojos hinchados por falta de sueño. Inmediatamente pensaron lo peor: creyeron que las noches de fiesta lo tenían consumido y desde entonces lo miraban con cierta picaresca, con risas entrecortadas y cómplices, pues estaban al parecer orgullosos de tener a todo un sinvergüenza en su empresa.

Nada más entrar Kchatrya a hacer parte de la institución, tuvo su primer rapto no-dual; no contaba con más de veinte años. Fue un ejercicio físico que lo llevó a un cansancio extremo. Su maestra le pidió que observara su mente mientras él respiraba agitadamente. Le sorprendió la ausencia de pensamientos; de inmediato, avizoró un inmenso vacío en el que finalmente se fusionó. Fue el primer vislumbre de la no-dualidad en su vida. Reconoció una corriente de conciencia continua como base de su propia existencia y de todo lo que le rodeaba. Advirtió la contundencia de un universo sin partes durante algunos minutos. Al regresar de ese estado su mente cambió, ahora ya sabía en ciernes de qué iba aquello del camino interior, de la meditación y de la búsqueda del Ser.

Habiendo tomado la experiencia administrativa en la fundación filosófica en la que militaba en Buenos Aires, pasó a fundar filiales en Uruguay y luego en Chile. En aquel entonces ostentaba el cargo de director nacional y era responsable de todo lo necesario para instaurar el mensaje que la institución tenía para la humanidad. Su arrojo para enfrentar las vicisitudes y la fuerza para salir adelante en tareas tan difíciles y novedosas le proveyeron el sobrenombre de Kchatrya, voz sánscrita que significa «guerrero». Su vida fue entonces dedicada a la enseñanza.

No gustaba mucho de las conferencias, en verdad huía un poco de ellas, pero en cambio le encantaba dictar clases a reducidos grupos de alumnos. Hubo una anécdota muy graciosa al respecto. Resulta que Kchatrya era una orador nato, pero no le gustaba la presencia de las grandes masas, prefería grupos de gente conocida donde lograba deslumbrar a los oyentes, quienes sorprendidos por su saber lo escuchaban horas enteras sin pestañear. Una vez en Colombia, y a solicitud de una médico cercana alumna suya, le organizaron una pequeña charla para presentarlo a algunas de las amigas de la terapeuta. Eligieron el día; el lugar sería en la casa de la anfitriona, es decir ella y tal vez unas cuatro camaradas más. Sin embargo, día a día me llamaba la médico para cambiar el lugar de la reunión. Día a día tomaba atenta nota de la nueva dirección. El día elegido llevé a Kchatrya a su destino; el tráfico de la ciudad estaba bastante espeso por lo cual lo acerqué a la esquina de la calle, muy cerca de la dirección donde debería darse la charla. Aquel día me excusé de no asistir a escucharlo, pues estar en un grupo junto con damas de la alta sociedad y de rancia estirpe no me llamaba para nada la atención. Cuando fui a recogerlo a la noche lo noté extraño, cariacontecido. No era usual ver a Kchatrya tan serio, estaba contrariado, con el ceño fruncido y de semblante adusto. Ni bien se subió a mi coche empezó a quejarse, me soltó una sarta de improperios por el disgusto de la conferencia. Esperé a que se desocupara y le pregunté qué había pasado. Me dijo que no habían ido solo las tres o cuatro «marujas» a la charla, al llegar había una muchedumbre. La dirección donde lo dejé correspondía a una sala de conferencias con capacidad para cientos de personas. Cuando bajó de mi coche, antes de la charla, buscó detenidamente la dirección, se acercó y preguntó qué pasaba allí. Había gente fuera que no lograba entrar pues la sala estaba completamente abarrotada de gente. Le contestaron que un maestro espiritual iba a dar una charla, que se llamaba Kchatrya o algo así, y que estaba próxima a empezar. Había escoltas y muchos coches oficiales, pues se habían dado cita a escucharlo también el alcalde, algunos ministros y políticos muy prestantes. Sabiendo lo poco que le gustaba hacer parte del show espiritual, me imaginé su desazón al tener que hablar ante la magnitud del escenario que allí se congregaba. Era muy gracioso verlo así, completamente contrariado, furioso, jamás lo había visto en esa tónica. Una y otra vez me repetía: «a un perro no lo castran dos veces». Preferí no reír. Solamente vi a Kchatrya dos veces más intenso y realmente firme. En las dos ocasiones decidí permanecer como estatua. En la segunda ocasión, él le hablaba a un tercero mientras yo permanecía con la vista en el piso. Era un torrente de fuerza, sus palabras firmes y cortantes eran dagas en aquellos momentos, cuando habitualmente era tranquilo, amable y profundamente comprensivo.

Kchatrya pasó por todos los cargos en la institución durante sus primeros decenios en ella. Al de un tiempo las directivas optaron por comprar una tierra a las afueras de la ciudad para instaurar un especie de ashram, un lugar de recogimiento donde un maestro nuclea a varios discípulos. El plan era construir templos, salas de estudio y todo aquello requerido para tan inmensa labor. Kchatrya tomó el dinero que pudo ahorrar durante años en su trabajo y lo donó como parte de la inversión para la compra de las tierras. Fue elegido para dirigir el proyecto y se puso al frente de la titánica labor. Las condiciones de vida eran verdaderamente paupérrimas, pero el idealismo las superaba todas. Se llegó con los años a construir edificaciones preciosas, templetes a Démeter, capilla a San Francisco de Asís, templo a Vishnu, a los Pandavas, a Ganesha..., en fin; la última vez que lo visité, al despedirme antes de su muerte, seguían aún construyendo sin parar.




Fue entonces que Kchatrya se radicó en aquellas tierras a las afueras de la ciudad. En una pequeña habitación de unos tres por cuatro metros, junto a su cama y un escritorio montó su hogar, que incluía un pequeño laboratorio químico. Cuando lo conocí llevaba muchos años viviendo allí. En el primer verano que fui me consumieron los mosquitos y el calor. Una chapa de zinc era el único parapeto en forma de techo que le aislaba del sol que irradiaba a cuarenta grados centígrados o más. Las ventanas abiertas tenían como cortinas unas telas verdes oscuras completamente raídas. Nunca me dejó cambiárselas. Sin embargo, aquel verano me dediqué a construir unos cedazos para las ventanas. Como no había dinero para los materiales, fui yo mismo y los adquirí; durante un par de días me dediqué a mejorar las mínimas condiciones de su precaria vivienda. Fue desde entonces que empezamos con las investigaciones alquímicas. Kchatrya era un profundo conocedor del tema. Me enseñó paso a paso algunos procesos. Durante los años que lo acompañé destiló miles de litros de rocío. Desplegábamos a la madrugada metros y metros cuadrados de plásticos sobre la zona verde. Cuando yo no estaba él lo hacía solo; fueron años y años enteros de esfuerzo constante, su paciencia y tenacidad eran franciscanas. Antes de que saliera el sol vertíamos el líquido en baldes que posteriormente llevábamos a su habitación, a la que coloquialmente llamábamos «kchatricueva». Allí filtrábamos el líquido y lo guardábamos hasta la siguiente noche, cuando el agua de rocío se destilaba. Buscábamos afanosamente recuperar y materializar el nitro sutil, el fuego secreto, el fuego que no quema, es decir, el prana vital que el sol nos regala y que se refleja en la superficie de la luna. Fueron noches tras noches, cientos, miles, en las que trabajó Kchatrya en su labor y apenas unas pocas en las que pude colaborarle en esa tarea específicamente.

Cuando fui por primera vez al ashram, cercano al pueblo de Francisco Álvarez, existían solamente un templo al Buda y dos templetes, uno a Shiva y otro a Narayana. Un día, paseando por allí nos acercamos al templete de Shiva. Era una construcción pequeña, de un metro veinte de altura y con forma de campana. Sobre la parte superior estaba situado un bronce con la estatua de Shiva Nataraya, Shiva danzante. Cuenta la historia que el Señor Shiva entró un día en meditación profunda y permaneció en dicho estado miles de años. Al regresar nuevamente del estado llegó a su cabeza un primer pensamiento insinuando que la humanidad entera se había liberado de la ignorancia, razón por la cual empezó a danzar de alegría. La estatua en bronce de la divinidad era muy bella, de unos treinta centímetros de diámetro. Me acuerdo aquel día de verlo acercarse y arrodillar-se frente a su presencia. Me sorprendió, jamás le había visto adoptar una actitud tan marcadamente devocional. Me contó que frente a aquella estatua tuvo su primer samadhi de corazón. Simplemente caminaba por allí un día y, un poco receloso, le preguntó en voz alta al dios: «¿Cuándo será que te presentarás a mi vista?». Terminando la frase su mente se envolvió en el mágico silencio en el que resonó la infinitud. El dios se presentó a su vista y ambos se fundieron en una inmortal realidad.

Hacíamos paseos por los bellos jardines del lugar; luego, y para seguir nuestros experimentos secretos, nos recluíamos de nuevo en el laboratorio. La kchatricueva era el lugar de encuentro para quienes querían huir de la disciplina que la fundadora imponía en el sitio. Era como el Vaticano en Roma, un país dentro de otro país. El laboratorio sirvió, entre muchas otras cosas, para sostener por años las filiales de muchos paíes. Kchatrya desarrolló una técnica propia para producir inciensos. Los fabricaba allí por miles. Llegaron a tener en el ashram trabajadores externos del pueblo, quienes producían a diario miles de inciensos que viajaban a las diversas filiales para ser vendidos allí.

En su primer viaje a Colombia después de que ya habíamos establecido una firme y respetuosa relación, fui a visitarlo una tarde. Extrañamente no salió de su habitación como usualmente ocurría cuando yo llegaba. Pasé unas buenas horas a la espera; finalmente, bajó con la cara todavía marcada por el llanto. La noche anterior había tenido una revelación respecto a la alquimia; por fin, su tarea de más de veinte años dio fruto. Encontró el último de los grandes secretos para la obtención de la gran obra; una divinidad se presentó en la noche y, según me comentó, le reveló los pormenores del proceso. Temblaba aún de la emoción mientras me contaba lo sucedido; su corazón estaba profundamente agradecido ante la vida y ante los dioses.

Siempre, al despertar a la mañana, después de arreglarse un poco y tomar sus medialunas con café que comía allí mismo en la kchatricueva, se tendía cómodamente sobre su cama boca arriba. Completamente estirado colocaba una pequeña toalla sobre su rostro y practicaba la meditación. Era una posición bastante extraña, jamás vi a nadie más abstraerse en tan singular postura. Cuando abría suavemente la puerta del laboratorio y lo veía en tan especial pose, la cerraba suavemente y esperaba fuera el tiempo necesario para regresar. Normalmente, cuando regresaba al laboratorio él siempre llevaba un cigarrillo encendido, fumaba muchísimo. A veces tres o cuatro cajetillas al día. Cuando le pregunté por primera vez al respecto, me confesó que era la manera que había encontrado para poder estar cerca de las personas. Su sensibilidad era extrema y el vaivén psicológico en el que vive la gente lo afectaba. El cigarrillo le permitía blindar su sensibilidad y poder aguantar la cercanía de la gen-te. Con los años lo entendí, pues en parte me ocurre igual. En mi caso, comer carne me ayuda a mantener un blindaje mental que me permite convivir con los numerosos grupos a los que continuamente enseño. Cuando ingiero alimentación abundante en verduras o intento seguir una dieta estricta cercana a la vegetariana, mi sensibilidad se dispara, me siento etéreo y empiezo a notar con excesiva facilidad el incesante aleteo mental de los estudiantes. Desde allí huelo incluso sus pensamientos y advierto el desenfreno de sus mentes. Para evitarlo, la carne es el mejor remedio.

Con los años noté que el cigarrillo seguía igual de presen-te en su dieta diaria. Fui testigo de las situaciones personales tan incómodas que vivía en el ashram . Estaba completamente aislado de los demás y las reglas que allí mantenían llegaban hasta la puerta del laboratorio. Sin embargo, muchas veces los experimentos que por años allí se realizaban terminaban de mala manera, pues los balones de destilación que encerraban el rocío tratado por meses o años debían situarse a la luz lunar, y ello implicaba sacarlos fuera al césped y colocarlos sobre mesillas. En algunas ocasiones los matraces amanecían rotos. Cuando, indignado, preguntaba qué pasaba, recibía como res-puesta que la fundadora ordenaba dichas acciones, puesto que en aquel lugar se adoraba solo a Dios y nadie podía perder el tiempo en otra labor. Sin embargo, cuando alguien enfermaba y sin importar el rango que tuviera, llegaba a la kchatricueva y solicitaba ayuda. Tuvimos la oportunidad de crear muchos remedios con muy buenos resultados. Aquellos que presuponían la inoperancia de estas artes curativas, antes o después llegaban a solicitar ayuda para paliar sus males. 

Entendía que Kchatrya fumara tanto, pues le dolía lo que pasaba en la institución. Día a día se lo aislaba más, al punto de no ofrecerle ninguna clase. Pasaba los días investigando en diversos temas. Kcha-trya era muy sabio, una biblioteca ambulante que sabía de todos los temas habidos y por haber. Una vez, en tono decaído, como nunca antes lo vi, me confesó que uno de los jóvenes estudiantes le había pedido que se fuera de allí y que jamás regresara. El chico lloraba mientras le daba el recado que la fundadora le ordenó entregar. Kchatrya tranquilizó al joven y le pidió a su vez que contestara el mensaje de esta manera: «Dile a la fundadora que me sentaré a los pies del árbol de enfrente; no me moveré hasta que ella venga y me lo diga personalmente, solo me iré si ella me lo ordena cara a cara». Ambos salieron del laboratorio, uno para llevar el recado y Kchatrya para sentarse según lo había prometido. Pasadas las horas la fundadora se acercó y le pidió disculpas por el hecho. Las pugnas de poder y los celos intestinos hacían de las suyas entre la directiva de la institución.

Kchatrya era muy sabio, también muy humilde. No se dejaba doblegar por los infortunios, sin importar cuales fueran estos. Respeté siempre sus decisiones, especialmente la de seguir viviendo allí, aunque no estaba de acuerdo con ello. Kchatrya, con su carisma, hubiera llenado grandes auditorios. Hablaba con una sencillez que conmovía. Era bello escuchar cuando algún joven estudiante nos visitaba y le formulaba cualquier pregunta. Él, siempre dispuesto, contestaba dulcemente a cada inquietud. Sus manos eran grandes y delgadas, de dedos largos y muy blancas. Sus ojos brillaban siempre cuando enseñaba; al hacerlo, su ser entero se trasformaba. Vivía para enseñar, vivía para servir. Me quiso como a un hijo. Alguna vez me lo habrá dicho, pero todos aquellos cercanos a él que me conocían por primera vez, se alegraban de conocer finalmente al discípulo de Kchatrya, pues él les comentaba orgulloso cuánto me quería.

Charlábamos horas enteras o simplemente permanecíamos en silencio. Me preguntaba siempre por mis alumnos que ya él conocía. Le gustaba saber de sus avances interiores. Un par de años después de iniciar mi labor en Europa, un grupo de cinco médicos, estudiantes, fueron a Colombia, donde Kchatrya pasaba unos días de visita. Yo dudaba respecto a si los atendería, pues sabía de su reticencia a conocer nuevas personas. A mi solicitud, aceptó verlos. La relación fue más que buena. Quedó encantado con aquellos jóvenes y estos con él. Yo quería que mis estudiantes lo conocieran, pues sabía el estatus interior que Kchatrya poseía. Durante decenas de años me preguntó por ellos y por otros más que después conoció. Estos cinco estudiantes le trataron en parte la leucemia linfocítica que lo aquejó y por la cual se jubiló precariamente. El trabajo de muchos terapeutas permitió que la enfermedad nunca fuera un impedimento en su vida. Pasados los años, desarrollamos remedios que le permitieron al organismo fortalecerse y lograr de manera natural pugnar por un equilibrio físico.

A través de estas pocas líneas habéis vislumbrado el corazón de quien robó el mío. Es un honor para mí haber sido su amigo y su discípulo. Las escribo en homenaje a su vida. No quisiera que pasara al olvido sin que miles de personas lo conocieran. De estar en vida me hubiera pedido no publicar este capítulo, estoy convencido. Pero, ¿cómo negar a la historia el reconocimiento de alguien que en silencio fue conocedor de grandes secretos y experimentador de las más altas verdades metafísicas? Podéis saber ahora que fue él quien me moldeó; muchos de vosotros, que me conocéis y que habéis experimentado algún grado de cercanía con la Realidad, sabed que se lo debéis a él y no a mí. Hice tan solo lo que me pidió y usé para ello las herramientas que me enseñó. Seguramente, como ya tantas veces ha ocurrido, los siglos venideros nos acercarán de nuevo y caminaremos otro peldaño juntos en búsqueda de la libertad final, pues se dice que cuando un gran maestro nace, todos sus alum-nos le siguen para apoyarle en la tarea que lo trae al mundo. Hay muchas cosas que quisiera comentar pero sé que no debo, ya sea por respeto a terceros o por evitar romper mis promesas para con él. Podría escribir un gran libro de anécdotas, la mayo-ría de ellas serían alegres y simpáticas.

Kchatrya, quien era muy curioso respecto del pasado, me preguntó en alguna ocasión: «¿Cuándo fue la primera vez que nos encontramos?». Se refería al nexo nuestro, que viene ya desde tiempos inmemoriales. Nunca evité usar mis dones de videncia en su presencia. Muchísimas veces indagamos situaciones del pasado y del futuro gracias a ella. Me fui al tiempo pasado y llegué muy atrás a una colina tapizada con césped y algunos pequeños matorrales. El lugar fue epicentro de una dura batalla entre clanes y yo permanecía moribundo allí herido, como resultado del combate. Agonizante por las heridas noté la presencia de una persona que se acercaba intentando reconocer si aún seguía vivo. Era Kchatrya a través de ese cuerpo del pasa-do quien intentaba salvarme la vida. Me preguntó cómo eran las facciones de aquella época, y sorprendido advertí que era de unos tres metros de alto, con el cráneo deformado como los habitantes de la isla chilena de Pascua. Me había remontado has-ta la antigua época lemur, un rezago de vida existente milenios antes que la Atlántida misma. Allí la humanidad era bastante primaria; su mente, aún burda, tenía apenas la noción de razonar con alguna claridad. Kchatrya, en aquel cuerpo, me llevó dificultosamente a una pequeña choza que se encontraba escondida dentro de un cercano bosque. Allí me cuidó con la ayuda de una mujer conocedora de yerbas y curó mis heridas. Conocía de remedios y me estimuló para aprender. Mi clan había sido completamente destruido, razón por la cual tomé la decisión de permanecer con él y servir de depósito de su sabiduría.

Un viernes a la tarde llamé desde Colombia a saludarlo, su salud ya era muy precaria. Me informaron que apenas sí respiraba y no abría ya los ojos. Supe que el momento final había llegado. Tomé de inmediato un vuelo a Buenos Aires. Me esperaban alumnos comunes que me llevaron a su presencia. Al entrar a la kchatricueva abrió un momento los ojos y con ellos me saludó por última vez. Me acerqué y le tomé su mano. Permanecí a su lado muchas horas mientras le acariciaba su cabeza o su pecho; a veces, simplemente tomaba sus manos y lloraba sin parar al verlo físicamente tan abatido. Mis lágrimas no eran de dolor, eran de cariño, como quien sin sufrir sufre cuando el sol se oculta y los vivos colores del cielo se resuelven en la oscuridad. Pedí a todos los presentes que salieran del laboratorio; solo me acompañó Isaac, su gran amigo y condiscípulo de toda la vida, quien lo cuidó años enteros junto con su esposa Charo. Ellos fueron su compañía y amistad durante mucho tiempo, a ellos les estoy profundamente agradecido. Su relación era pro-funda y respetuosa. Realicé un ritual para aminorar su dolor y favorecer que pudiera desprenderse del cuerpo fácilmente. Horas después, ya entrada la madrugada, finalmente expiró su último aliento. Lo vestimos con sus mejores prendas, pues solo tenía tres mudas; le puse el sombrero que tanto le gustaba y con el cual cantaba imitando al guru Gardel.

Alguna vez Kchatrya me dijo: «Iván, en mi siguiente vida preferiría no tener familia. Quisiera nacer y que me llevaran directamente a un orfanato. Prefiero no tener padres, de esa manera evitaré muchos problemas. Luego, a los doce años, desearía que un hombre sabio y conocedor de los grandes secretos del Ser, me adoptara. La mayoría de los sentimientos son un obstáculo, quisiera vivir libre de ellos. No importa si durante esos primeros años sufro, pues la alternativa de la sabiduría es la única opción válida».

(Fin del texto)